23 marzo, 2010

La inflación y el límite a la suba del salario real: ¿simple voluntad de los capitalistas o consecuencia necesaria del “modelo”?

A continuación incluimos un artículo elaborado por nosotros sobre el fenómeno inflacionario en Argentina, publicado en la revista Kamchatka, la cual es editada por la agrupación SoS de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. A su vez, la nota se puede descargar en formato pdf haciendo clic AQUÍ.
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Introducción
En las próximas paritarias, una cuestión central para los trabajadores será recomponer el poder adquisitivo del salario, el cual se ha visto seriamente afectado por la persistencia del proceso inflacionario. Por ello, en el presente artículo intentaremos dar cuenta de esto. Sin embargo, analizar simplemente la suba de precios no resulta suficiente, sino que, necesariamente, debe comprenderse el marco en el que se desencadenó. En otras palabras, se vuelve necesario comprender el “modelo económico” inaugurado con la salida de la Convertibilidad, a principios de 2002. Comencemos, entonces, por allí.
El modelo de tipo de cambio alto y la dinámica de los precios.
El denominado “modelo kirchnerista” se sostiene, fundamentalmente, sobre dos pilares. Un tipo de cambio real “competitivo”, combinado con retenciones a las exportaciones de ciertos bienes, y una política de desendeudamiento. ¿Qué rol juega y en dónde radica la importancia de cada una de estas dos cuestiones? Analicemos la primera.
Los capitales nacionales se caracterizan, en general, por tener una escala muy pequeña y, por lo tanto, un fuerte atraso en términos de la productividad del trabajo que ponen en movimiento, por lo cual presentan serias dificultades para competir a escala mundial. Para compensar dicha desventaja, esgrimen, recurrentemente, la necesidad de contar con un tipo de cambio “alto”, asegurándoles mercado interno. Pero ¿cuáles son los mecanismos detrás de esta aparentemente sencilla “solución”, en particular tal como se presenta tras la devaluación de 2002?
Por un lado, la devaluación se tradujo en una brutal caída de los salarios reales (del orden del 30%), reduciendo, en consecuencia, los costos laborales. Dicha caída de los salarios reales implicó para los trabajadores la imposibilidad de obtener el valor íntegro de su fuerza de trabajo, profundizando una tendencia iniciada hacia mediados de los setenta. La caída de los salarios significó también una fuente importante de incremento de la rentabilidad de las empresas, que motorizó el incremento en el ritmo de acumulación de capital nacional. Por el otro, la nueva paridad cambiaria determinó una subvaluación del peso, encareciendo artificialmente la producción extranjera. Esto se debe a que con un peso subvaluado un bien importado cuesta, en pesos, más de lo que costaría en situación de paridad cambiaria. Ambas cuestiones permiten que los capitales locales puedan competir en el mercado interno, aun cuando la productividad del trabajo sea menor que en el resto de los países.
Sin embargo, la devaluación no establece, necesariamente, un precio del dólar al nivel mínimo necesario para garantizar la producción nacional. De hecho, en muchas ramas el mismo se ubicó, tras la devaluación, por encima de este valor: al abandonar la Convertibilidad, la subvaluación del peso fue tan pronunciada que no sólo compensó la baja productividad de los capitales nacionales, sino que además les permitió a las empresas disponer de un margen que hiciera posible un aumento de precios con el objetivo de obtener ganancias extraordinarias, o eventualmente soportar un incremento de los costos sin dejar de obtener la ganancia normal.
Por otra parte, dado que para los bienes transables rige la denominada ley del precio único, el mantenimiento de un tipo de cambio “alto” genera las condiciones para un incremento de precios internos: al devaluarse la moneda nacional, aquellos sectores ligados a la exportación se encuentran con que, mediante la venta de su producción en el mercado mundial, obtienen una mayor cantidad de pesos que antes, lo cual los impulsa a incrementar sus precios de venta internos hasta que estos coinciden con el precio externo traducido en pesos. Asimismo, cada situación de aumento de los precios internacionales de los productos primarios -como sucedió sostenidamente desde 2003 a 2007- puede traducirse internamente en suba de precios de las mercancías exportables. Ante tal situación, la implementación de retenciones tras la devaluación actúa reduciendo dichas tendencias inflacionarias (lo mismo ocurriría en caso de implementarse un esquema de retenciones móviles, medida de política económica impulsada en 2008, mediante la Resolución 125, que no logró ponerse en práctica).
Al respecto, un elemento no menor en la discusión acerca de las tendencias inflacionarias es la cuestión agropecuaria. El avance del cultivo de soja, que es exportada casi en su totalidad, ha ido abarcando crecientes superficies de la pampa húmeda e, incluso, territorios marginales, aun con la mediación de las retenciones. Consecuentemente, parte de la producción de los restantes cultivos y de la ganadería, que sí son parte importante de la canasta de alimentos de la población local, ha sido desplazada, implicando una menor oferta interna de alimentos, lo cual obliga, eventualmente, a la importación, que, en un contexto de precios internos desacoplados de los internacionales y tipo de cambio subvaluado –como ocurrió hasta 2006-, incrementa, también, las presiones inflacionarias.
En síntesis, la devaluación impuso, en un principio, una subvaluación del peso mantenida gracias a la venta por debajo de su valor de la fuerza de trabajo, que impulsó la recomposición de la tasa de ganancia y, por tanto, un fuerte crecimiento de la inversión y de la producción. Esta ventaja (general y gratuita para los capitales) que se le otorga a los sectores productivos locales tiene, sin embargo, otras aristas. En efecto, a partir de la fuerte reducción inicial de salarios, el gobierno se vio presionado a llevar adelante una progresiva (y lenta) política de recomposición salarial. Frente a esta situación, dado el margen mencionado anteriormente con el que cuentan las empresas, el aumento de los salarios puede ser trasladado a precios sin necesidad de resignar márgenes de ganancia. Veamos la cuestión más de cerca.
Para que el mecanismo mencionado actúe, las empresas deben contar con una demanda que les permita validar su producción a un precio más alto, cosa que durante los primeros años del nuevo régimen no ocurrió, pues en el estallido de 2001 la demanda interna se encontraba en niveles de profunda depresión. Sin embargo, a medida que se recupera el nivel de actividad y se fortalece la demanda, la protección cambiaria le permite a las empresas aprovechar la posibilidad de obtener ganancias extraordinarias vía suba de precios, o bien de trasladar la suba de los costos de producción. En este marco, se podría creer, erróneamente, que la inflación es un fenómeno derivado del aumento de los salarios. Pero como se desprende de lo dicho anteriormente, lejos de deberse al aumento salarial, el fenómeno inflacionario es una consecuencia necesaria del mantenimiento de un tipo de cambio “alto” con una estructura productiva signada por la necesidad de mantener en operación a pequeños capitales, estableciendo, así, un techo a la suba del salario real.
Además, es necesario tener en cuenta que las subas del tipo de cambio nominal actúan desplazando hacia arriba el techo hasta el cual pueden subir los precios. Es decir, incentivan la posibilidad de trasladar la suba de los salarios y los costos a los precios. Podría pensarse que este es el proceso que está operando como impulso a la suba de precios a partir del año pasado. (Claro que, resulta necesario decirlo, sólo se pueden realizar conjeturas al respecto, puesto que el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) se encuentra intervenido y sus estadísticas “retocadas”. De hecho, el IPC - índice utilizado para medir la inflación- es el más fuertemente cuestionado. El “retoque” de dicho índice, que es en general un insumo utilizado por los trabajadores en las negociaciones salariales, termina imponiendo, de hecho, un techo al ajuste salarial que, en general, no permite mantener el poder de compra de los trabajadores: ni más ni menos que uno de los elementos fundamentales del "modelo".)
Por otra parte, esta estrategia de “tipo de cambio competitivo” presenta límites inmediatos. En la medida que se generalice el aumento de precios, el tipo de cambio real comienza a apreciarse, erosionando la protección cambiaria inicial. En otras palabras, la “competitividad” de la que gozaban pierde vigencia progresivamente. Así, la serpiente parece morderse la cola. ¿Son acaso irracionales las empresas que suben los precios de esta manera? Aun cuando este proceso desplegado colectivamente lleve a un perjuicio de los pequeños capitales en general, siempre que cada capital individual pueda incrementar su tasa de ganancia a través de aumentos de precios, lo hará. Por lo tanto, no hacen más que poner en evidencia la lógica que las mueve como capitales individuales: la maximización de su tasa de ganancia.
Llegados a este punto podemos concluir que esta caracterización corresponde, esencialmente, a una inflación cambiaria. Y es sobre esta base que resulta posible, ahora sí, comprender con mayor nitidez el discurso de la burguesía nacional; por ejemplo, el reclamo por parte de la UIA de una nueva devaluación "ante la pérdida de competitividad" como expresión elocuente de la dicotomía perversa "inflación vs. desocupación".
Asimismo, dicha inflación cambiaria termina apreciando indefectiblemente la moneda, eliminando la subvaluación inicial, y vuelve a poner de relieve que la base sobre la cual se puede continuar acumulando capital en Argentina es mediante la transferencia hacia los capitales industriales de renta la de la tierra que fluye hacia el país mediante la exportación de bienes primarios, con el fin de compensar el atraso tecnológico.
Esta política de tipo de cambio “competitivo”, sumada a un contexto internacional favorable, le permitió al país registrar un superávit comercial importante que, sumado a la mejora de la actividad, impulsó al alza a la recaudación estatal. Ante esto, el gobierno pudo sostener el segundo pilar del “modelo” que mencionamos: la política de desendeudamiento.
Esta política contribuye, también, a evitar la apreciación del tipo de cambio: dada la existencia de grandes superávits de la balanza comercial, y también de la balanza de pagos, se acumula una masa importante de riqueza que es necesario colocar de alguna manera. Las opciones pueden ser: que esta masa de riqueza expresada en divisas internacionales ingrese a la circulación, lo que incrementaría la demanda de pesos y terminaría apreciando el tipo de cambio; que sea acumulada en reservas que el BCRA adquiere con pesos que luego se encarga de retirar de la circulación a través de la colocación de LEBACs y/o NOBACs; o bien, que se utilicen para cancelar pasivos externos. Tanto la segunda como la tercera opción fueron llevadas a cabo. Para mantener el “modelo” en funcionamiento y evitar la apreciación de la moneda, se acumuló una gran cantidad de dólares en manos del BCRA y se llevó a cabo una política de cancelación de deuda externa (pago de capital además de intereses). Por lo tanto, más allá de la retórica con que se la presenta, esta “política de desendeudamiento” constituye una medida necesaria para el mantenimiento del funcionamiento de la estructura económica tal cual la venimos describiendo.
Pero además de embarcarse en la mencionada política de desendeudamiento, el aumento de la recaudación que se tradujo en importantes superávits fiscales permitió al gobierno tomar una medida adicional para contribuir con el sostenimiento de los pequeños capitales: el otorgamiento directo de subsidios, fundamentalmente al transporte y la energía.
Los subsidios actúan abaratando la fuerza de trabajo: una parte del valor de la fuerza de trabajo es pagada con los impuestos que recauda el Estado, que otorga subsidios a ciertos capitales a condición de que no incrementen los precios, abaratando los salarios (en valor), lo cual incentiva el nivel de empleo. Nuevamente, al igual que la protección cambiaria, aunque esta vez de modo mucho más explícito, tenemos aquí un sostenimiento de los pequeños capitales en funcionamiento. Ahora bien, si se eliminasen los subsidios y aumentaran las tarifas, caería fuertemente el salario real. Eventualmente, éste debería recuperarse, erosionando la competitividad de las empresas. Resultado: si éstas salieran de producción, se pasaría nuevamente a importar gran cantidad de mercancías y se destruirían puestos de trabajo; si, en cambio, aún tuvieran protección cambiaria, se incrementarían los precios.
En suma, el costo de mantener este “modelo” es la existencia de tendencias inflacionarias, que llegado cierto punto le ponen un techo al salario real. Entonces, se desata la puja distributiva y los incrementos salariales son trasladados a precios hasta que se acaba la protección cambiaria. Después de eso, se comienza a importar y las empresas salen de operación, presentando, nuevamente, la dicotomía perversa: inflación vs. desocupación.
Cierre y perspectivas
Hasta acá, hemos dado cuenta del contenido del “modelo” de tipo de cambio alto, así como enunciado los límites inmediatos que este esquema encuentra en la medida en que se recomponen los salarios, de la mano con aumentos de precios y la consecuente pérdida de “competitividad”: la base del modelo se erosiona, la serpiente se come la cola, una vez más. El reconocimiento de esta cuestión nos obliga a pensar en la necesidad de trascender este esquema, de corto alcance y largas penas.
En este sentido, es necesario pensar en la aplicación de políticas industriales que identifiquen dónde actúan estos capitales ineficientes y cuáles son, entre ellos, los que tienen algún potencial para incrementar productividad. Sin embargo, y a modo de evitar una explosión del desempleo, quizás sea necesario que la economía argentina actúe, durante algún tiempo, con pequeños capitales que ayuden a mantener altos niveles de empleo, pero teniendo como norte, necesariamente, una política económica que reconozca el problema estructural y busque solucionarlo.
Un primer paso, creemos, debe ser el reconocimiento del atraso industrial y de la necesidad de compensar la falta de competitividad de la producción nacional. Para lograrlo, consideramos necesario que se transfiera riqueza hacia los capitales industriales, pero siempre en el marco de una política económica orientada a la obtención de mejoras significativas en términos de productividad y en la calidad de los empleos generados, y no ”a ciegas”. Luego, dado que las fuentes de dicha riqueza a ser transferida pueden ser o bien la venta por debajo de su valor de la fuerza de trabajo o bien la renta de la tierra, salta a la vista que la acción política debe estar siempre orientada en el sentido de lograr que el Estado apropie porciones crecientes de renta con tal fin. De otro modo, no haríamos más que reproducir el atraso económico argentino, condenándonos al empeoramiento constante y creciente de nuestras condiciones de vida, y al incremento de la pobreza y de la marginalidad.
Por otra parte, es sumamente necesario que los trabajadores luchemos por conseguir incrementos salariales, pues la suba del salario actúa, en condiciones normales, de manera progresiva al imponer a los capitales la necesidad de introducir nuevas técnicas productivas con el fin de lograr un incremento de las ganancias, que incrementan la productividad del trabajo, es decir, actúa como un incentivo al desarrollo de las fuerzas productivas, condición necesaria para el desarrollo económico y la mejora en las condiciones de vida de los trabajadores.
En definitiva, al sostener que el fenómeno inflacionario no es “una desgracia que nos cae del cielo”, sino que es un resultado necesario del “modelo”, y más aún de las características propias de la economía argentina, no podemos más que concluir que es equivocada tanto la posición que únicamente destaca los logros alcanzados y sostiene que la mejora en las condiciones de vida de la clase obrera y la reducción de la pobreza son metas que se alcanzarán si el rumbo se mantiene lo suficiente en el tiempo, como su opuesta de sobrevaluar la moneda y liberalizar la economía. Desde nuestra perspectiva, la actual configuración, en particular, pone límites inmediatos a la suba del salario real y, por tanto, atenta contra el incremento sostenido de la productividad del trabajo, lo cual también ocurre con la sobrevaluación y la apertura indiscriminada. Es imposible, así, resolver los problemas que tanto aquejan a nuestra sociedad. El acento debe ponerse, por lo tanto, en evitar nuevamente la “dicotomía perversa” y empezar un verdadero proceso de desarrollo en nuestro país.
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